No era el caso.
Su abanico negro, en los pliegues del cual había pintados, muy cuidadosamente, un par de geranios de un color rojo intenso, se batía con fuerza en las manos de la mujer. Manos femeninas y frágiles, dedos delgados y largos, vestido el corazón con un anillo de oro blanco.
Su hogar, Sevilla, la mimaba y la mecía entre sus brazos. Se perdía bajo los balcones florecientes y el calor acogedor de finales de Abril. La alegría de sus gentes, el olor a primavera y las terrazas repletas de colores...
Y, acorde con su ciudad, ella se ponía el vestido de lunares y sacaba su frescura y su salero a pasear. Que no le importaba ninguna otra, que la acogía y la hacía sentir la más cándida imagen de la felicidad. Y sólo se conformaba con el taconeante sonido de su caminar por las calles de una Sevilla alegre y viva.